LITTERAE
Multilingual literary magazine
Margaret Atwood:
Momentos significativos en la vida de mi madre
Cuando mi madre era muy pequeña, alguien le regaló por Pascua una cesta de polluelos. Todos murieron.
- Ignoraba que no podía sacarlos -dice mi madre-. Pobres animalitos. Los extendía en fila sobre una tabla, con las patitas tiesas como un palo, y lloré por ellos. Los quería locamente.
Es posible que mi madre utilice esta historia para ilustrar su propia estupidez, y también su sentimentalismo. Quiere darnos a entender que ahora no haría una cosa semejante.
Es posible que se trate de un comentario sobre la naturaleza del amor, aunque, conociendo a mi madre, es improbable.
El padre de mi madre era médico rural. Antes de la aparición de los primeros automóviles, recorría su territorio en un cochecito tirado por caballos, y, nevara o lloviera, utilizaba un trineo en mitad de la noche para llegar a las casas iluminadas con lámparas de aceite. A su llegada, encontraba el agua hirviendo en el hornillo y las sabanas, calientes, escurriéndose en el escurreplatos, a punto para ayudar a traer al mundo a niños que luego recibirian su nombre. Visitaba en casa, y mi madre, de niña, veía a los pacientes llegar a la puerta de la consulta, a la que se accedía por el porche delantero, aferrándose las partes de su cuerpo (dedos de manos o pies, orejas, narices) que se habian cortado por accidente, presionando estas partes seccionadas contra muñones en carne viva con la vana esperanza de que mi abuelo fuera capaz de cosérselas y de reparar las mutilaciones producidas por hachas, sierras, cuchillos o a causa del destino.
Mi madre y su hermana menor remoloneaban.junto a la puerta cerrada de. la consulta hasta que eran expulsadas.
Detrás de la hoja de madera se oían gemidos, gritos ahogados y peticiones de socorro. Para mi madre, los hospitales no han sido nunca lugares agradables, pues la enfermedad no concede tregua ni respiro.
- Nunca te pongas enferma -dice, y lo dice en serio.
Y, desde luego, hace cuanto puede por llevar a la práctica su propio consejo, aunque una vez, sin embargo, estuvo a punto de morir.
Fue cuando sufrió una apendicitis aguda. Mi abuelo tuvo que practicar la operación, aunque más tarde él mismo confesó que era la persona menos adecuada: las manos le temblaban en exceso. Es uno de los escasos reconocimientos de debilidad por su parte de los que mi madre tiene noticia. Cuando se habla de él casi siempre se le atribuye un carácter severo y un gran sentido de la responsabilidad.
-Pese a todo, le respetábamos -dice mi madre-. Era un hombre admirable.
(La palabra >respeto= ha perdido cierto valor desde los tiempos en que mi madre era joven. Solía desbancar a la palabra >amor=.)
Fue otra persona quien me contó la historia de la granja de ratas almizcleras de mi abuelo, cómo él y uno de los tíos de mi madre cercaron el pantano que se extendía a espaldas de su propiedad e invirtieron los ahorros de la tía soltera de mi madre en la reproducción de ratas almizcleras. La idea consistía en que las ratas se multiplicaran para con el tiempo emplearlas en la confección de abrigos. Pero un cultivador de manzanas vecino lavó sus útiles de pulverizar en el río y el veneno mató a las ratas, que quedaron tiesas como palos. Ocurrió durante la Depresión, y no se lo tomaron a la ligera.
Cuando eran jóvenes (esta expresión, actualmente, lo abarca casi todo, pero yo la situarla hacia los siete u ocho años), mi madre y su hermana tenian una cabaña de troncos en la que pasaban algunos ratos jugando a las muñecas y cosas por el estilo. Un día encontraron una caja liena de preciosas botellitas en el exterior del dispensario de mi abuelo. Eran botellas desechadas, y mi madre (que siempre odió el desperdicio) se las quedó para utilizarlas en su casa de muñecas. Las botellas contenían un líquido amarillento, que no vaciaron porque les pareció muy bonito. Resultó que eran muestras de orina.
-Para eso ya teníamos Hail Columbia -dice mi madre-, pero )qué sabíamos nosotras?
La familia de mi madre vivía en una gran casa blanca cercana a un manzanar, en Nueva Escocia. Había un granero y un cobertizo para guardar los carruajes, y una despensa en la cocina. Mi madre todavía recuerda los días en que aún se elaboraba el pan en las casas y la harina llegaba en barriles. Recuerda la primera vez que oyó la radio, una canción publicitaria sobre calcetines.
Había muchas habitaciones en aquella casa. Aunque he estado allí, y la he visto con mis propios ojos, no sé cuántas había. La casa tenía partes clausuradas, o al menos así lo parecía, y había escalera de servicio. Los pasillos conducían a todas partes. Vivían en ella cinco niños, los padres y dos sirvientes, uno de cada sexo, cuyos nombres y rostros cambiaban continuamente. La estructura de la casa era jerárquica, con mi abuelo al frente, pero su vida oculta (la elaboración de pasteles, las sábanas limpias, los paños de lino recubriendo el armario de la ropa blanca, las hogazas de pan en el horno) era femenina. La casa, y todos los objetos que contenía, crepitaba de electricidad estática; la atravesaban corrientes subterraneas, la atmósfera estaba saturada de cosas conocidas, pero innombrables. Las amplificaba como un tronco hueco, un tambor o una iglesia, de modo que todavía son casi audibles las conversaciones susurradas hace sesenta años.
En aquella casa no podías levantarte de la mesa hasta que el plato estaba vacío por completo.
- Como repetía a menudo mi madre, >piensa en los armenios que se mueren de hambre= -dice mi madre-. Nunca entendí de qué les iba a servir a ellos que me comiera hasta el último mendrugo.
Fue en aquella casa donde vi por primera vez tallos de avena envueltos en el precioso papel de plata de los estuches de chocolate, guardado con el mayor cuidado. Pensé que era lo más extraordinario que había visto en mi vida, y empecé a guardar papel de plata, si bien nunca me dediqué a envolver con él los tallos de avena, to que, de todas formas, tampoco habría sabido cómo hacerlo. Al igual que otras formas artisticas de las civilizaciones desaparecidas, esta técnica se ha perdido y es impossible recuperarla.
-Teníamos naranjas por Navidad - dice mi madre-. Las enviaban desde Florida, y eran muy caras. El regalo más deseado era encontrar una naranja en el fondo de tu media. Se me hace curioso recordar ahora lo bien que sabían.
Cuando tenia dieciséis años, mi madre llevaba el cabello tan largo que podía sentarse sobre él. Imperaba la moda del cabello corto entre las mujeres. Se iniciaban los años veinte. El pelo le producia jaquecas a mi madre, pero mi abuelo, muy estricto, le habia prohibido cortirselo. Esperó hasta un sábado en que su padre pidió hora al dentista.
-En aquellos tiempos no había anestesia -dice mi madre-, y el torno se accionaba con un pedal, y hacía un ruido espantoso. Incluso el dentista tenía los dientes amarillentos; mascaba tabaco, y escupía en una escupidera mientras trabajaba con tus dientes.
Mi madre, buena imitadora, se detiene en este punto e imita el sonido del torno y del tabaco mascado: <<(Rrrr! (rrrr! (rrrr! (Fffft! (rrrr! (rrrr! (rrrr! (Fffft!>>.
-Era una auténtica agonia -dice-. El gas que te adormecía era como una bendición del cielo.
Mi madre entró en la consulta del dentista, donde aguardaba mi abuelo sentado en la silla, pálido de terror. Le preguntó si podía cortarse et pelo. Le respondió que hiciese to que quisiera, con tal de que saliera de allí y dejara de molestarle.
-Así que salí corriendo y me lo fui a cortar -dice mi adre con desenvoltura-. Luego se enfureció, pero ya no había nada que hacer. Me habia dado su palabra.
Mi cabello esta guardado en una caja de cartón que hay en un baúl sepultado en el sótano de la casa de mi madre, donde me lo imagino cada vez más deslustrado y quebradizo a medida que pasan los años, y tal vez apolillado; a estas alturas se parecerá a las marchitas guirnaldas de pelo que acompañan a la joyería funeraria victoriana. O tal vez habrá producido un moho seco, quizá resplandezca débilmente en la oscuridad del baúl, en su envoltorio de papel de seda. Sospecho que mi madre no recuerda dónde se halla. Me lo cortaron, con gran alivio por mi parte, cuando tenía doce años y acababa de nacer mi hermana. Me colgaba en largos rizos.
-De lo contrario -dice mi madre-, se te habría enredado mucho.
Mi madre me peinaba arrollando el pelo alrededor de su dedo índice, pero durante la estancia de ella en el hospital, mi padre fue incapaz de conseguirlo.
-No podía hacerlo con esos dedos tan rechonchos -dice mi rnadre.
Mi padre se mira los dedos. Son muy toscos comparados con los largos y elegantes dedos de mi madre, que ella califica de huesudos, sonriendo como una gata.
Así que me cortó el pelo. Me senté en la butaca de mi primer salón de belleza y contemplé cómo caía, un conglomerado de telarañas que se posaba sobre mis hombros. Empezó a surgir mi cabeza, más pequeña y compacta, y los ángulos de mi rostro salieron a la luz. Envejecí cinco años en quince minutos. Supe que podía volver a casa y ver cómo me sentaba el lápiz de labios.
-Tu padre se disgustó -dice mi madre con cierto aire conspiratorio.
No lo dice cuando mi padre está presente. Las extrañas reacciones de los hombres con respecto al cabello nos hacen sonreir.
Solia pensar que mi madre, en su infancia, llevó una vida de alegria incesante e increíbles aventuras (esto era antes de que me diese cuenta de que nunca mencionaba los largos períodos de tiempo carentes de acontecimientos señalados, que habrán constituido la mayor parte de su vida; las histories no eran sino los signos de puntuación). Los caballos la rehuían, los hombres le hacían proposiciones, continuamente se caía de los aboles o de los pajares, o las resacas casi la arrastraban hacia el mar; en un plano menos grave, padecía graves confusiones en circunstancias difíciles. Las iglesias eran especialmente peligrosas.
-Un domingo invitaron a un predicador -dice-. Teníamos que ir a la iglesia cada domingo, claro está. Imaginatelo allí, en el mejor momento de su carrera, hablando del fuego del infierno y la condenación -señala un púlpito invisible-, y, de repente, la dentadura postiza sale disparada de su boca, (fop! Bueno, pues no perdió la compostura ni por un momento. Alargó la mano, cogió la dentadura, se la encajó en la boca y siguió su perorata, condenandonos a todos a tormentos eternos. (El banco en que estábamos temblaba! Las lágrimas nos rodaban por la cara, pero lo peor es que ocupibamos el primer banco y el predicador nos miraba fijamente. No podíamos reírnos, claro, porque papá nos habría dado Hail Columbia.
Las reuniones sociales en casas ajenas se transformaban en trampas mortales para ella. Las cremalleras de los vestidos se le rompían en lugares estratégicos, los sombreros se mantenían inestables en su cabeza. La escasez de caucho auténtico durante la guerra exigía una atención constante; entonces la ropa interior llevaba botones, y era mucho más tabú y significativa de lo que es ahora.
-Ibas por la calle -dice- y antes de que te dieras cuenta te encontrabas con las bragas en los pies. La mejor manera de salir del paso consistia en liberar un pie, darles una patada con el otro y meterlas en el bolso. Lo hacía muy bien.
Esta historia en particular la cuenta a muy poca gente, pero otras son para el consumo general. Cuando las narra, la cara de mi madre parece de goma. Interpreta todos los papeles, incorpora efectos sonoros y gesticula. Sus ojos centellean, a veces con cierta malignidad, pues aunque mi madre es apacible, anciana y toda una señora, trata por todos los medios de no ser una apacible señora anciana. Cuando alguien está tentado de tomarla por tal, lo sorprende con una frase inesperada; se niega a que la juzguen de entrada.
Pero no puedes obligar a mi madre a contar historias cuando no quiere. Si la azuzas, se muestra cohibida y no dice nada, o se ríe, se va a la cocina y no tarda en oírse el zumbido de la batidora. Hace mucho tiempo que abandoné todo intento de inducirla a que hable en las fiestas. En compañia de desconocidos, se limita a escuchar con gran atención, con la cabeza algo ladeada y una sonrisa de fría cordialidad en los labios. El secreto consiste en esperar a ver qué dirá a continuación.
A los diecisiete años de edad, mi madre ingresó en la Escuela Normal de Truro. Este nombre -<<Escuela Normal>>- encerraba cierta magia para mí. Pensaba que tenía algo que ver con aprender a ser normal, lo que quizá sea cierto, porque era el lugar al que se iba para aprender a ser maestra. Con posterioridad, mi madre dio clase en un colegio de una sola aula no muy alejado de su casa. Cada día iba y venía a caballo del colegio. Ahorraba el dinero que ganaba, y se costeó con él la universidad. Mi abuelo no quería que asistiese a ella, decía que mamá era demasiado frivola. Le desagradaba que fuese tan aficionada a patinar sobre hielo y a bailar.
En la Escuela Normal, mi madre se alojaba en casa de una familia que tenía varios hijos de edades similares a las de las chicas que hospedaban. Todos comían en una enorme mesa (que me imaginaba de madera oscura, con macizas patas labradas, cubierta siempre con un mantel de lino blanco), presidida por el padre a un extremo y la madre en el otro. Me los imaginaba gruesos, sonrosados y rebosantes de alegría.
-Los chicos eran grandes bromistas -dice mi madre-. Siempre estaban tramando algo.
Es lo que se espera de los chicos, que scan grandes bromistas y que siempre estén tramando algo. Mi madre añade una frase clave:
-Nos divertíamos mucho.
Divertirse siempre ha ocupado un lugar destacado en el orden del día de mi madre. Se divierte tanto como puede, pero lo que quiere dar a entender con esta frase só1o puede comprenderse mediante un reajuste, habida cuenta del enorme abismo que la frase ha de salvar antes de llegar a nosotros. Viene de otro mundo, un mundo que, como sucede con la luz enviada por las estrellas que hoy vemos, titilante, por las noches, tal vez ya no exista. Cabe reconstruir los detalles de ese mundo (los muebles, la ropa, los adornos de la repisa de la chimenea, las jarras, las vasijas, incluso los orinales de los dormitorios), pero no las emociones, o al me nos no con la msma exactitud. Mucho de lo que ahora conocemos y sentimos debe ser excluido.
Era un mundo en el que la coquetería inocente era posible, porque había muchas cosas que las chicas decentes no hacían, y entonces había más chicas decentes. Perder la decencia no equivalía únicamente a perder la gracia: los deslices sexuales, para todas las chicas sin distinción, implicaban consecuencias financieras. Entonces la vida era más alegre e inocente, y al mismo tiempo impregnada de culpa y de terror, como mínimo cuando existían ocasiones de caer en ello, en su nivel más cotidiano. Es como el haiku japonés: una forma limitada, de rigidos perimetros, en cuyo interior era posible la más asombrosa libertad.
Hay fotografias de mi madre en aquel tiempo, en cornpañia de tres o cuatro chicas, cogidas del brazo o rodeándose el cuello festivamente. Tras ellas, más allá del mnar, las colinas o lo que haya de fondo, existe un mundo que se precipita hacia la destrucción, desconocido para ellas: se ha enunciado la teoría de la relatividad él acído se está acumulando en las raíces de los árboles, las ranas toro estan condenadas. Sin embargo, sonríen con algo que desde esta distancia se podría calificar de gallardia, parodiando a las coristas con la pierna derecha lanzada adelante.
Una de las diversiones favoritas de las chicas que se hospedaban y de los hijos de la familia era el teatro de aficionados. La gente joven -se les llamaba así , <<la gente joven>>- actuaba en obras que se representaban en el sótano de la iglesia. Mi madre era una de las actrices habituales.
En algún lugar de la casa guardo un montón de libretos, pequeños opúsculos amarillentos con los diálogos de mi madre subrayados a lápiz. Son todo comedias, todas insondables.
-Entonces no había television -dice mi madre-. Tenías que inventarte tus propias diversiones.
Para una de estas obras hacía falta un gato, y mi madre y uno de los hijos tomaron prestado el gato de la familia. Lo metieron en una bolsa de lona y fueron al ensayo en coche (entonces ya existían los coches). Mi madre llevaba la bolsa en el regazo. El gato, probablemente asustado, se orinó; se orinó tanto que el líquido traspasó la lona y mojó la falda de mi madre. Al mismo tiempo, produjo un hedor espantoso.
-Deseaba que me tragara la tierra -dice mi madre-, pero )qué podia hacer? En aquellos tiempos estas cosas -se refiere al pipí de gato, o a cualquier clase de pipí - no se mencionaban.
(Se refiere a que no se mencionaban ante un miembro del sexo opuesto.)
Me imagino a mi madre en aquel coche, con la falda empapada, muerta de vergüenza, y al joven, a su lado, con la mirada fija ante sí, fingiendo no haberse dado cuenta de nada. Ambos sospechan que no es el gato el que ha cometido este nefando acto de urinación, sino mi madre. Y asi continúan adelante, siguiendo una línea recta que les conduce por encima del Atlántico hasta superar la curvatura de la Tierra, más allá de la órbita de la Luna, hasta hundirse en la infinita oscuridad.
Mientras tanto, de nuevo en la Tierra, mi madre dice:
-Tuve que tirar la falda. Era una falda estupenda, pero no hubo forma de quitarle el mal olor.
-Sólo una vez oí jurar a tu padre -dice mi madre, que nunca profiere juramentos. Cuando llega a un punto de la historia que requiere un taco, dice <<maldita sea>> o <<jolines>>-. Fue cuando se aplastó cl pulgar mientras perforaba el pozo para extraer agua.
Só que esta historia tuvo lugar antes de que yo naciera, en el norte, donde debajo de los arboles y los cobertizos no había sino arena y roca. El pozo era para una bomba manual, que en su momento sirvió en la primera de las numerosas cabañas y casas que mis padres construyeron juntos.
Puesto que más tarde contempló cómo se perforaban los pozos y se instalaban las bombas manuales, sé cómo se hace. Hay un tubo que acaba por un extremo en punta. Lo hincas en la tierra con una almádena, y a medida que se hunde le vas introduciendo más tubos, hasta que alcanzas el agua potable. Para que el extremo superior no se estropee, se interpone un taco de madera entre la almádena y el tubo. Lo mejor es que alguien lo sostenga en tu lugar. Asi fue como mi padre se aplastó el pulgar: sostenía el taco y al mismo tiempo golpeaba con la almáena.
-Se hinchó como un rábano -dice mi madre-. Se tuvo que hacer un agujero en la uña con la navaja para aliviar la presión. La sangre brotó a chorros, como las pepitas de un limón. Más tarde, toda la uña se puso púrpura, luego negra y se cayó. Por suerte, le creció otra. Dicen que sólo tienes dos oportunidades. Cuando se golpeó, susjura mentos atronaron el aire en kilómetros a la redonda. Yo ni siquiera sabia que conociese aquellas palabras. Ignoro dónde las aprendió.
Se refiere a esas palabras como si fueran una enfermedad contagiosa benigna, como la varicela.
Al llegar a este punto, mi padre baja la mirada hacia el plato con discreción. Para él existen dos mundos: uno en el que habitan mujeres, en el que no se utilizan determinadas expresiones, y otro (que se compone de explotaciones forestales y otros fantasmas de su juventud, y de grupos de hombres tolerables) en el que sí. Permitir que el mundo de los hombres se introduzca verbalmente en el de las mujeres indicaría que eres un patán mal educado, pero traspasar el mundo de las mujeres al de los hombres podria acarrearte la fama de melindroso, tal vez incluso de maricón. Ésta es la palabra apropiada. Se trata de algo que ambos tienen muy claro.
Esta historia ilustra varias cosas: en primer lugar, que mi padre no es maricón, y luego, que mi madre se comportó con absoluta corrección al mostrar su conmoción. Sin embargo, los ojos de mi madre brillan de placer cuando narra esta historia. En su fuero interno, considera divertido que mi padre se descuidara, al menos una vez. La uña que se cayó, hace mucho tiempo que, significativamente, se perdió en el olvido.
Hay ciertas histories que mi madre no relata cuando hay hombres presentes: nunca a la hora de cenar, nunca en las fiestas. Sólo se las cuenta a mujeres, por lo común en la cocina, cuando ellas o nosotras estamos ayudando a guisar o a pelar guisantes, cortando las puntas de las judías o despinochando maíz. Se las cuenta en voz baja, sin gesticular y sin el acompañamiento de efectos sonoros. Son histories de traiciones romanticas, embarazos no deseados, enfermedades espantosas, infidelidades matrimoniales, derrumbamientos psíquicos, suicidios trágicos, agonías atrozmente prolongadas. No son ricas en detalles ni se adornan con incidentes: son austeras y concisas. Las mujeres, cuyas manos se mueven entre los platos sucios o los restos de verduras, asienten con solemnidad.
Algunas de estas histories, se sobrentiende, no deben llegar a oídos de mi padre, porque le disgustarían. Sabido es que las mujeres se las arreglan mejor que los hombres con esta clase de temas. A los hombres es mejor no contarles nada que consideren demasiado doloroso; las profundidades secretas de la naturaleza humana, ciertos sórdidos apetitos físicos, podrían trastornarlos o perjudicarles. Por ejemplo, los hombres a menudo se desmayan ante la visión de su propia sangre, a la que no están acostumbrados. Por esa razón nunca has de ponerte detrás de uno en la cola para donar sangre a la Cruz Roja. Los hombres, por alguna misteriosa razón, tropiezan con más dificultades en la vida que las mujeres (mi madre así lo cree, pese a los cuerpos femeninos apresados, enfermos, desaparecidos o abandonados que pueblan sus histories). A los hombres se les debe permitir que jueguen en su patio de recreo favorito, tan alegremente como puedan, sin molestarles; de lo contrario, se ponen de mal humor y no cenan. Hay muchas cosas que los hombres no están preparados para comprender, de modo que no tiene sentido esperar que las comprendan. No todo el mundo comparte este parecer acerca de los hombres; pese a todo, es de utilidad.
-Ella arrancó todas las plantas que rodeaban la casa -dice mi madre. Cuenta la historia de un matrimonio destrozado: un asunto muy serio. Los ojos de mi madre están muy abiertos. Las demas mujeres se inclinan hacia adelante-. Lo único que les dejó fueron las cortinas de la ducha - añade.
Hay un suspiro colectivo, un expulsar el aliento contenido. Mi padre entra en la cocina y pregunta cuándo estará preparado el té. Las mujeres cierran filas y vuelven hacia él sus rostros sonrientes, engañosamente inexpresivos. Al poco, mi madre sale de la cocina con la tetera, que deposita sobre la mesa en su sitio de siempre.
-Recuerdo la vez que estuvimos a punto de morir -dice mi madre.
Muchas de sus histories empiezan así. Cuando está de determinado humor, nos da a entender que sólo una serie de asombrosas coincidencias y golpes de suerte han preservado nuestras vidas; de lo contrario, toda la familia, individual o colectivamente, estaría tan tiesa como un palo. Estas histories, además de hacernos secretar adrenalina, sirven para reforzar nuestro sentimiento de gratitud. Está aquella vez en que, navegando en canoa, entre la niebla, estuvimos a punto de precipitarnos por una catarata; la vez que casi nos quedamos atrapados en un incendio forestal; la vez en que mi padre casi perece aplastado, ante los ojos de mi madre, por una parhitera que estaba colocando; la vez en que mi hermano casi quedó fulminado por un rayo, que cayó tan cerca de él que lo tiró al suelo.
-Lo oímos chisporrotear -dice mi madre.
Esta es la historia de la camioneta de heno:
-Tu padre conducía -dice mi madre- a la velocidad acostumbrada. -Todos interpretamos: demasiado rápido-. Los niños ibais en la parte de atrás.
Recuerdo aquel día, la edad que tenía yo y la de mi hermano. Eramos lo bastante mayores para considerar divertido irritar a mi padre cantando canciones populares del tipo que le molestaban, como Mockingbird Hill, o bien imitábamos el sonido de las gaitas tapándonos la nariz y canturreando al tiempo que nos golpedámos la nuez de Adán con el canto de la otra mano. Cuando nos poníamos muy pesados, mi padre decía <<cerrad el pico>>. No éramos aún lo bastante mayores para saber que su enfado podía ser real; pensábamos que formaba parte del juego.
-Bajábamos por una colina empinada - prosigue mi madre-, cuando vemos una camioneta cargada de heno atravesada en mitad de la carretera. Vuestro padre frenó, pero no ocurrió nada. (Los frenos no funcionaban! Pensé que había llegado nuestra última hora. Por suerte, la camioneta prosiguió su camino, y pasamos rozándola, a unos centímetros. Tenía el corazón en la garganta -dice mi madre.
No supe hasta tiempo después lo que en realidad había sucedido. Yo estaba en el asiento de atrás, imitando el sonido de la gaita, abstraída. El paisaje era el habitual de los viajes en coche: las nucas de mis padres que sobresalían de los respaldos de los asientos delanteros. Mi padre llevaba el sombrero puesto, el que utilizaba para impedir que las cosas que caían de los arboles se le enredaran en el pelo. La mano de mi madre estaba posada plácidamente sobre su cuello.
- Tenías nu sentido del olfato muy fino cuando eras más joven -dice mi madre.
Entramos en terreno resbaladizo: una cosa es la niñez de mi madre, y otra muy distinta la mía. En este momento es cuando empiezo a remover la cucharilla de plata o cuando pido otra taza de té.
-Tenías la costumbre de entrar en las casas ajenas y preguntar en voz alta <)Qué es este olor tan raro?>>.
Si hay invitados, se apartan un poco de mí, conscientes de sus propios efluvios, y tratan de no mirar mi nariz.
-Eso me incomodaba mucho -agrega mi madre, como ausente. Luego cambia de tema-: Eras una niña muy dócil. Te levantabas a las seis de la mañana y te ponias a jugar sola en el cuarto de los juguetes, cantando... - Hace una pausa. Una voz lejana, la mía, aguda y suave, flota en el espacio que nos separa-. Hablabas por los codos, como una cotorra, desde que te despertabas hasta que te acostabas.
Mi madre suspira imperceptiblemente, como si se preguntara por qué me he vuelto tan silenciosa, y se levanta para atizar el fuego.
Con el propósito de cambiar de tema, pregunto si estamos ya en la época de la recolección del azafrán, pero ella no tiene la menor intención de distraerse.
-Nunca tuve que zurrarte -continúa-. Con avisarte era suficiente. -Me mira de soslayo; no está segura de en qué me he convertido, o cómo-. Sólo ocurrió una o dos veces. Una, cuando tuve que salir y dejaros a cargo de vuestro padre. Ésa es la clave de la historia: la incapacidad de los hombres para responsabilizarse de niños de corta edad-. Volvía a casa, y os sorprendí a ti y a tu hermano tirando bolas de barro desde la ventana de arriba contra un anciano.
Ambas sabemos de quién partió la idea. Para mi madre, la conclusión que se extrae de este suceso es que mi hermano era un demonio y yo su sombra, <<fácilmente influible>>, recalca.
-Hacía lo que queria contigo. Estaba claro que debía castigaros a los dos por igual -concluye.
Estaba claro. Le dedico una sonrisa indulgente. La verdad es que yo era más escurridiza que mi hermano, y me pillaban con menos frecuencia. No me dedicaba a atacar a pecho descubierto los nidos de ametralladoras del enemigo si podía evitarlo. Mis actos de maldad en solitario eran tortuosos y los ocultaba muy bien; sólo dejaba a un lado las precauciones cuando me confabulaba con mi hermano.
-Te manejaba con un dedo -dice mi madre-. Vuestro padre os construyó una caja a cada uno para guardar los juguetes, y la regla era -mi madre es especialista en urdir reglas- que ninguno podía sacar nada de la caja del otro sin permiso, pues en ese caso os quedaríais sin juguetes. Pero él te los quitaba, acuérdate. Solía pedirte que jugarais a papás y a mamás y fingía ser el bebé. Luego fingía llorar, y cuando le preguntabas qué quería, te pedía todo lo que tenías fuera de la caja y que le hiciera gracia en aquel momento. Siempre se lo dabas.
No me acuerdo de eso, pero sí de haber jugado a la segunda guerra mundial en el suelo de la sala de estar, con ejércitos formados por ositos y conejos de felpa; es obvio que algunos comportamientos primaries se olvidan. Aquellas primeras experiencias con la caja dejuguetes (y el mismo concepto <<caja dejuguetes>>, contiene no pocas implicaciones), )me habran hecho susceptible hacia los hombres que despiertan sentimientos maternales, y al mismo tiempo sensible a ellos? )Me habran condicionado a creer que si no soy solícita, si no soy afable, si no soy sempiterno cuerno de la abundancia proveedor de placeres y diversiones, cogerán su colección de tapones-corona y sus raídos ositos de una sola oreja y se escaparán al bosque parajugar a francotiradores? Es probable. Lo que mi madre considera gracioso, quizá haya sido mortífero.
Pero ésta no es su única historia acerca de mi credulidad e ingenuidad. Falta el coup de grâce, el cuento de las galletas en forma de conejito.
-Sucedió en Ottawa. Me habían invitado a un té que ofrecía el gobierno -dice mi madre, y este hecho en concreto ya introduce un elemento terrorífico: mi madre odiaba las recepciones oficiales, a las que, sin embargo, se veía obligada a asistir, en su calidad de esposa de un funcionario del Estado-. Os tuvimos que llevar; en aquel tiempo no podíamos permitirnos el lujo de pagar canguros.
La anfitriona había preparado una bandeja de galletas para los niños que asistieran, y mi madre procede a describirlas: maravillosas galletitas en forma de conejo, con la cara y el traje de azúcar coloreado, falditas para las conejitas, pantaloncitos para los coiiejitos.
-Tú elegiste una -dice mi madre-. Te alejaste a un rincón con ella, y entonces la señora X reparó en ti y se acercó. <<)Te vas a comer la galletita?>>, preguntó. << Oh, no, voy a sentarme aquí para hablar con ella>>, respondiste. Y allí te sentaste, más contenta que unas pascuas. Pero alguien cometió el error de dejar la bandeja al alcance de tu herma no. Cuando volvieron a mirar, no quedaba ni una sola galleta. Se las había comido todas. Te aseguro que aquella noche se encontró muy mal.
Algunas de las histories de mi madre desafían cualquier análisis. )Cuál es la moraleja de esta última? Que yo era idiota queda bastante claro, pero mi hermano tuvo dolor de estómago. )Qué es mejor, comer lo que tienes a mano, en un sentido estrictamente materialista, o refugiarte en un rincón y hablar con ello? Era uno de los interrogantes favoritos de mi madre antes de que me casara, cuando llevaba a casa a cenar a los que mi padre denominaba <<chavales>>. A los postres salía a colación la historia de la galleta en forma de conejito, y yo agitaba y removía la cuchara, mientras mi madre contaba la historia en tono burlón. )Qué reacción se esperaba por parte de los chavales? )Se ponía al desnudo mi benevolente femineidad esencial para que la examinaran? )Se les decía de forma sibilina que yo era inofensiva, que me limitaria a hablar con ellos sin devorarles? )O acaso los estaba ahuyentando? Porque hay algo un tanto demencial en lo que respecta a mi comportamiento, cierta característica propia de las personas a las que uno espera ver saltar de la mesa y gritar !No os comáis eso, está vivo!>>
Existe una diferencia, con todo, entre simbolismo y anécdota. A veces lo recuerdo cuando escucho a mi madre.
-En mi próxima reencarnación -dice mi madre en una ocasión- seré arqueóloga y me dedicaré a desenterrar cosas.
Estábamos sentadas en la cama que había sido de mi hermano, luego mía y después de mi hermana; examinábamos el contenido de los baúles y decidíamos qué íbamos a tirar y qué ibamos a guardar. Mi madre cree que lo que salvas del pasado es, antes que nada, una cuestión de elección.
En aquella época, algo le sucedía a la familia; algún miembro no se sentia feliz. Mi madre estaba taciturna, no mostraba su alegría habitual.
Su afirmación me dejó estupefacta. Era la primera vez que oia a mi madre decir que habría preferido ser otra cosa de la que era. Yo contaria unos treinta y cinco años en aquel tiempo, pero aún me resultaba chocante y ligeramente ofensivo enterarme de que mi madre no estaba del todo satisfecha con el papel que el destino le había deparado: el de ser mi madre. Qué infantiles somos todos en lo clue concierne a las madres.
Poco tiempo después me convertí en madre, y ese acontecimiento me alteró por completo.
Mientras peinaba mi cabello poco menos que indomable, arrollándolo alrededor de su largo dedo indice, en lucha con los enredos, mi madre solía leerme cuentos. Todos ellos siguen en casa, pero uno ha desaparecido. Tal vez se tratara de un libro de la biblioteca. Narraba la historia de una niña tan pobre que sólo tenía una patata para cenar, y, mientras la estaba asando, la patata dio un brinco y hujó a toda prisa. Se produjo entonces la habitual persecución, pero no consigo recordar de qué modo terminaba el cuento: un lapso muy significativo.
-Era uno de tus cuentos favoritos -dice mi madre.
Es probable que aún alimente la ilusión de que yo me identificaba con la niña, su hambre y su sensación de pérdida; en realidad me identificaba con la patata.
Las influencias tempranas son importantes. A ésta le costó bastante emerger, seguramente hasta después de que acudiese a la universidad y empezara a usar medias negras,
hacerme moño y tener pretensiones. Adquirí un aspecto adusto. Nuestro vecino, que se interesaba en el vestuario, abordó a mi madre.
-<<Si se preocupara de su aspecto -cita mi madre-, podría resultar múy atractiva.>> Siempre estabas ocupada, muy ocupada -agrega luego, refiriéndose a aquella época-.
Continuamente estabas cocinando algo, madurando algún proyecto.
Forma parte de la mitologia de mi madre que soy tan alegre y productive como ella, aunque admite que oculto estas cualidades ocasional y temporalmente. No se me permitia deambular angustiada por la casa. Tenía que desahogarme en el sóltano, donde mi madre no acudiría a molestarme y a sugerir que diese un paseo para mejorar mi circulacióri sanguinea. Era su respuesta a cualquier indicio, por débil que fuera, de profundo abatimento. No había nada que no pudieran curar unos rápidos pasos entre las hojas muertas, el viento aullante o la cellisca.
Yo sabia que me estaba afectando el zeitgeist, y que tales remedios eran inocuos. Me desprendí de ello como si se tratase de niebla. La oscuridad se extendía a mi alrededor. Leí Poesia modena y relatos sobre las atrocidades de los nazis, y me dio por beber café. Mi madre, desde muy lejos, pasaba el aspirador junto a mis pies mientras yo me sentaba a estudiar en las sillas, resguardada en una manta gruesa, porque siempre tenía frío.
Mi madre no cuenta muchas historias sobre esa época de la cual recuerdo muy bien la extraña mirada que a veces captaba en sus ojos. Me impresionó, por primera vez en mi vida el que mi made pudiera temerme. Ni siquiera podía consolarla pues sólo era vagamente consciente de la naturaleza de su angustía, pero debía haber algo en mí que se hallaba fuera de su alcance: en cualquier momento abriría la boca y me expresaría en un idioma desconocido para ella. Me habia convertido en un visitante del espacio exterior, un viajero del tiempo que regresaba del futuro, anunciando un gran desastre.
FIN