«Mis encuentros con España»
Notas para una alocución del
honorable Stéphane Dion,
Presidente del Consejo Privado y
Ministro de Asuntos Intergubernamentales
Discurso pronunciado durante la ceremonia
de investidura Doctor Honoris Causa
por
la Universidad Carlos III de Madrid
Madrid (España)
13 de noviembre de 2002
Verifíquese con la alocución
Al recibir este doctorado honoris causa de la Universidad Carlos III
de Madrid, quiero evocar a mis padres, que me educaron en el respeto a la
universidad y al saber, a mi esposa, Janine, universitaria como yo, que me ha
ayudado en mi carrera más de lo que yo nunca podré ayudarla en la suya, a
nuestra hija Jeanne, que ya tiene edad suficiente para compartir la pasión de
sus padres por la adquisición de conocimientos, así como a todos mis allegados
y amigos. Pienso también en mis profesores y condiscípulos de la Universidad
Laval de Quebec, donde aprendí Ciencias Políticas, y en aquellos del ciclo de
sociología del Instituto de Estudios Políticos de París, donde cursé mis
estudios de doctorado. No puedo olvidar tampoco la Universidad de Moncton,
situada en la provincia canadiense de Nuevo Brunswick, que me ofreció, en enero
de 1984, mi primera oportunidad de enseñar Ciencias Políticas. Debo mencionar
también muy especialmente la Universidad de Montreal, en la que fui profesor de
Ciencias Políticas entre septiembre de 1984 y enero de 1996.
Pensaba seguir trabajando en la Universidad de Montreal durante toda mi
carrera antes de que el Primer Ministro de Canadá, su Excelencia el Señor Jean
Chrétien, me convenciera de que fuese a defender mis ideas en el escenario
político. Aunque en cierto modo se puede decir que me arrancó de lo que yo
creía era mi único universo profesional, la universidad, he de agradecerle el
haberme asociado con sus logros políticos, desde la consolidación de la unidad
canadiense hasta la mejora de la calidad de vida de los habitantes de nuestro
país.
Otra idea pasa por mi mente: me parece extraordinario el hecho de ser
investido doctor honoris causa por una universidad española de tanto
prestigio, por invitación de su Rector, el Sr. Gregorio Peces-Barba
Martínez, uno de los "Padres de la Constitución" española. En mi
recorrido intelectual se han producido varios encuentros con España que la
ceremonia de hoy me invita a rememorar.
Permítanme pues remontarme a mediados del decenio de los setenta. Por aquel
entonces tenía 20 años y estudiaba Ciencias Políticas en la Universidad Laval
de Quebec. Las corrientes sociológicas dominantes en la época eran sumamente
fatalistas. Enseñaban lo que podría definirse como una concepción
determinista de las sociedades humanas. Tanto la sociología marxista
estructuralista como la sociología funcionalista de Parsons tendían a definir
al individuo como el producto puro de los condicionamientos que había sufrido
desde la infancia. No era, a efectos prácticos, más que el resultado de su
medio, de su cultura nacional y de sus orígenes de clase. Apenas se tenía en
cuenta su libre albedrío.
Se describía a las sociedades humanas como paralizadas por el peso de los
condicionamientos e incapaces de cambiar realmente. O bien, si cambiaban, lo
hacían bajo el impulso inexorable de grandes determinismos sociales tales como
la evolución de los modos de producción, frente a los cuales la libre
elección de las personas no contaba casi para nada.
Esta concepción fatalista de las sociedades humanas tendía a desvalorizar
la democracia liberal, la cual, efectivamente, considera la libertad individual
no como el único, pero sí el primero de los valores. Ahora bien, ¿qué
sentido tiene fundar la sociedad política en el individuo libre si esa libertad
no es sino una ilusión? Siendo estudiante, a menudo veía cómo las
instituciones políticas liberales recibían el calificativo de democracia
formal o artificial tras la que operaban los verdaderos determinismos sociales.
Las teorías colectivistas estaban de moda. Algunas corrientes de sociología
política veían en las culturas nacionales un determinismo tal que, por ejemplo,
se llegaba prácticamente a la conclusión de que existía una incompatibilidad
insuperable entre los países católicos y latinos, y la democracia llamada de
tipo anglosajón. La corriente marxista, por su parte, anunciaba la llegada
ineluctable del colectivismo comunista.
Hay que decir que la coyuntura internacional no parecía demasiado
prometedora para las democracias. América Latina, África, Asia, Europa del
Este y una parte de la Europa mediterránea estaban sometidas a regímenes
autoritarios o totalitarios. En países como Francia o Italia, aproximadamente
una cuarta parte de los electores ofrecían su voto a partidos abiertamente
hostiles a la democracia pluralista. Estas ideas calaban en los sindicatos y en
las universidades de todas las democracias occidentales. La democracia
estadounidense, por su parte, estaba desprestigiada por las secuelas de la
guerra de Vietnam y la crisis del caso Watergate.
Ahora bien, lo que ocurrió, en los años siguientes, fue todo lo contrario a
una limitación del espacio democrático y de la libertad individual. La
humanidad vivió uno de los fenómenos más positivos de su historia: el avance
fulgurante de la democracia en todos los continentes. Y ¿dónde se inició esta
revolución mundial? En Grecia, en Portugal, en España, dicho de otro modo, en
el Mediterráneo, cuna eterna de la civilización.
Creo, desde hace mucho tiempo, que uno de los héroes del siglo XX ha sido Su
Majestad el Rey Juan Carlos I. En lugar de escuchar las voces fatalistas que
clamaban que los pueblos latinos no estaban hechos para la democracia, creyó en
el destino democrático de una España lista para asumir su pluralismo. Y al
hacerlo, fue no sólo el destino de España el que se decidió; podemos creer
que, quizás, fue también el de la humanidad. No resultaría pues demasiado
simplista afirmar que cuando resultó evidente que España no daría marcha
atrás y que adoptaría un régimen democrático, los hombres y mujeres de
América Latina se dijeron: ¡nosotros somos tan capaces como los españoles!
Y fue así como la gran ola democrática sacudió a todos los continentes,
contribuyendo incluso a echar abajo el muro de Berlín. No ha habido nada de
ineluctable en este feliz acontecimiento, que no es el resultado de ningún
determinismo de la historia. Fue más bien el resultado de acciones valientes, a
semejanza de su propio rey. Por otra parte, hoy día, dado que sabemos que nada
es ineluctable, no debemos dar este progreso por definitivamente adquirido;
debemos, más bien, esforzarnos, sin cesar, en consolidar aún más la
democracia y los valores en los que se fundamenta.
Volvamos, sin embargo, al joven estudiante de Ciencias Políticas que yo era
a mediados del decenio de los setenta. Desde que tengo recuerdo, siempre he sido
de temperamento bastante voluntarioso, razón por la que acogía con cierto
escepticismo las teorías que me enseñaban sobre el fatalismo de los
determinismos sociales. No es que negara la influencia que ejercen, en cada uno
de nosotros, el medio social y la cultura política de la sociedad a la que
pertenecemos. Me parecía, no obstante, que esas fuerzas colectivas ejercen una
influencia en el libre albedrío de cada cual sin por lo tanto su carácter
decisivo. Varios profesores excelentes me permitieron confirmar esta opinión.
Quisiera mencionar, en particular, a mi propio padre, Léon Dion, que era un
universitario de pensamiento liberal de renombre. Pienso asimismo en el profesor
que dirigió mi tesina en la Universidad Laval, Vincent Lemieux, uno de los
politicólogos canadienses de mayor reputación. Deseo expresar también mi
agradecimiento al gran sociólogo francés Michel Crozier, que dirigió mi tesis
de doctorado.
Michel Crozier me enseñó que lo que constituye el fundamento de las
sociedades humanas es el margen de libertad de cada uno de sus miembros. El
comportamiento de cada ser humano conserva un cierto margen de imprevisibilidad,
lo que Crozier llama la zona de incertidumbre. Cada ser humano trata de reducir
esa imprevisibilidad del comportamiento de los demás. De ahí los juegos de
poder inherentes a las sociedades humanas. No sirve de nada negar la realidad de
esos juegos de poder y refugiarse tras la falsa seguridad que proporcionan las
teorías deterministas. Lo que ha de hacerse, más bien, es intentar comprender
mejor esta parte de indeterminación del comportamiento individual que dota a
las sociedades humanas de su verdadero dinamismo. Ningún comportamiento social
puede comprenderse sin tener en cuenta la conducta de los individuos.
Este individualismo metodológico ha inspirado mis trabajos como investigador
y ha marcado las enseñanzas que he prodigado a mis alumnos. Además, me ha
ayudado a dar forma a mi propio pensamiento político acerca de lo que es justo
y bueno, de lo que es conveniente y deseable en la sociedad. Creo en un
liberalismo equilibrado, basado en la libertad individual, pero que al mismo
tiempo trata de orientar esa libertad hacia la solidaridad de los ciudadanos. En
mis trabajos de investigación y demás estudios sobre la administración
pública, siempre he intentado otorgar un lugar primordial en mi pensamiento al
servicio público, ese hermoso valor humanista. El servicio público privilegia
al mismo tiempo la primacía del individuo sobre la administración pública y
el papel necesario que desempeña el Estado en el fomento de una mayor ayuda
mutua entre los individuos.
Este liberalismo equilibrado ha inspirado también mi posición frente al
nacionalismo. Como quebequés francohablante, siempre he vivido sumergido en una
sociedad muy nacionalista. Quebec es la única provincia canadiense que cuenta
con una población mayoritariamente francohablante. El hecho de tener por vecino
a Estados Unidos dota a la lengua inglesa de una enorme fuerza de asimilación.
En esas condiciones, resulta fácil concebir que el Quebec francohablante sea
siempre nacionalista. Sin embargo, después de haber observado el nacionalismo
en mi sociedad, Quebec, y de haber visto sus efectos en otros lugares del mundo,
he llegado a la conclusión de que si bien el nacionalismo puede ser un elemento
positivo, también tiene el potencial de degenerar en una fuerza peligrosa y
dañina. El nacionalismo desempeña un papel positivo cuando fortalece el deseo
de ayuda mutua que anima a los miembros de una misma sociedad. Por el contrario,
es dañino y potencialmente peligroso cuando se convierte en la única
perspectiva ideológica desde la que se percibe la vida en sociedad.
El nacionalismo puede fortalecer el deseo de ayuda mutua en el seno de un
grupo humano, pero el valor supremo debe ser siempre el ser humano y no la
nación. La razón de ello es sencilla: únicamente las personas de carne y
hueso existen concretamente, y sólo ellas son capaces de albergar sentimientos
y disfrutar de la libertad y la felicidad.
¿De qué modo puede lograrse que el nacionalismo sea un principio de ayuda
mutua y no una incitación a cerrarse en sí mismo e incluso a odiar a los otros?
Creo que la respuesta reside en la promoción constante del pluralismo
identitario. En una sociedad liberal, hay que aceptar que los ciudadanos tengan
diferentes formas de definirse con respecto a la colectividad. Lo importante es
que ese pluralismo de las identidades colectivas cree una dinámica que propicie
la ayuda y comprensión mutuas.
Por esa razón, he llegado a la conclusión de que las identidades colectivas
se suman, no se restan. Yo soy quebequés y canadiense a la vez, y no tengo
ninguna gana de escoger entre esas dos identidades. Mi identidad quebequesa
tiene una dimensión canadiense de la que no podría prescindir sin empobrecerse.
De igual modo, el apego particular que siento por Quebec no significa que deba
cerrarme al resto de los canadienses; al contrario, me anima a poner mis
talentos personales y mi cultura de quebequés al servicio de todos mis
conciudadanos canadienses de la misma manera que acepto gustoso su contribución.
La libertad individual, el servicio público, la solidaridad de los
ciudadanos y el pluralismo de las identidades son los valores que han forjado mi
pensamiento y me han servido de guía en política. Esos valores me inspiran en
el ejercicio de mis funciones de Ministro de Asuntos Intergubernamentales de
Canadá, y en los esfuerzos que desde hace casi siete años dedico a mejorar la
capacidad de la federación canadiense de servir, lo mejor posible, a los
canadienses.
Estos valores no son fruto exclusivo de mi experiencia en la universidad y en
el gobierno. He tenido también varias vivencias que me han marcado. Quisiera
mencionar una en particular. En mayo y junio de 1976, cuando tenía 20 años,
recorrí la península ibérica de una punta a otra haciendo autostop. Viví
entonces momentos de una intensidad inolvidable al intercambiar ideas con
españoles de todas las edades. Como podrán imaginar, mantuve conversaciones
apasionantes sobre política. Al término de esos dos meses, hablaba español
bastante mejor de lo que lo hago hoy. Ojalá tuviera tiempo para volver a vivir
un día una experiencia española semejante.
Entonces me daba perfectamente cuenta de que se estaba preparando un gran
acontecimiento en aquella España recién salida del franquismo, pero hubiera
sido incapaz de predecir su curso.
Volví a Madrid como joven profesor con motivo del Congreso Mundial de
Sociología celebrado en junio de 1990 y descubrí una capital española
imposible de reconocer por su carácter rezumante de libertad. En poco más de
un decenio, su país había experimentado una liberación política y social que
no podía sino recordarme la evolución un poco análoga vivida por mi sociedad,
Quebec, a partir de principios del decenio de los sesenta. En una década,
Quebec se deshizo de sus tradiciones conservadoras y clericales, y se
transformó en una de las sociedades más dinámicas y efervescentes de América
del Norte.
En septiembre de 1991 participé en el seminario internacional sobre
planificación lingüística organizado por el "Consello da Cultura Gallega"
en Santiago de Compostela. Recuerdo, en particular, un animado debate
entre lingüistas que discutían, con vehemencia, ¡la posibilidad de que el
portugués no fuera, después de todo, más que un dialecto gallego! Ese
seminario de alto nivel me ayudó a tomar una mayor conciencia de toda la
riqueza que la diversidad de las lenguas habladas representa en democracias como
las de España y Canadá.
Cuando en diciembre de 1995 regresé de nuevo a su país, lo hice en calidad
de profesor invitado para dar conferencias en Madrid y en Barcelona. Por aquel
entonces reflexionaba intensamente sobre mi futuro ya que el Primer Ministro de
Canadá acababa de comunicarme, privadamente, su deseo de que formara parte del
gobierno para ayudarle a consolidar la unidad canadiense. Dos meses antes se
había celebrado en Quebec un referéndum, en el que el gobierno secesionista
había pedido a los quebequeses que aprobaran un proyecto confuso de soberanía
que incluía una relación de asociación política y económica entre Quebec y
Canadá. Los quebequeses rechazaron el proyecto por una ligera mayoría.
No les oculto pues que mi estancia en España en ese mes de diciembre de 1995
contribuyó a convencerme de que debía aceptar incorporarme al mundo político
para promover mis ideas. Recuerdo sobre todo los intercambios de puntos de vista
que mantuve en Barcelona con profesores que estaban convencidos de que el futuro
de esa magnífica ciudad no sería nunca igual de prometedor a menos que
aceptara ser al mismo tiempo profundamente catalana, española y europea. Mis
interlocutores creían, al igual que yo, en la fuerza de las identidades
plurales en la sociedad. Ellos también pensaban que las identidades se suman,
nunca se restan.
Ese período en España me ayudó a darme cuenta de hasta qué punto el
debate que tenemos en Quebec, en cuanto a saber si debemos aceptar o rechazar
nuestra pertenencia a Canadá, es un debate universal. Me dije que Canadá
tenía algo mejor que hacer, en este principio de siglo, que ofrecer al mundo el
espectáculo de su ruptura. Debía, al contrario, demostrar al resto del mundo
que era posible y conveniente lograr, en un espíritu de ayuda mutua, tolerancia
y armonía, la cohabitación de poblaciones con idiomas y culturas diferentes
dentro de un mismo Estado.
Estoy convencido de que la democracia nos exige aceptar a todos nuestros
conciudadanos, sin distinción de raza, religión ni pertenencia regional. La
secesión, por su parte, significa escoger, entre nuestros conciudadanos, a
aquellos que aceptamos y aquellos que queremos transformar en extranjeros.
Existe pues entre la secesión y la democracia una antinomia que dificulta en
gran manera la compatibilidad de esas dos nociones. La misión de los ciudadanos
que viven en democracia no es transformarse en extranjeros los unos respecto de
los otros. Esta convicción es fruto, en parte, de los intercambios de ideas que
mantuve con ciudadanos de su país.
De hecho, un país tiene más posibilidades de mejorar cuando todos sus
ciudadanos sienten una fuerte solidaridad los unos hacia los otros, y cuando
consideran sus diferencias lingüísticas, culturales o religiosas como una
complementariedad fructífera, nunca como una amenaza o una fuente de divisiones.
Sé que es el ideal que persiguen en España, animados por sus logros, y sin
retroceder ante un terrorismo que el gobierno del que formo parte condena
enérgicamente en nombre de todos los canadienses.
Los contextos nacionales son diferentes, pero la búsqueda de los españoles
y de los canadienses es la misma. Permítanme asegurarles que no están solos en
sus esfuerzos para construir una sociedad cada vez más tolerante y abierta a su
propia diversidad. Los canadienses también ven con claridad que su propio país
no avanzará hacia un mayor bienestar y prosperidad si no es mediante la unidad
en la diversidad.
Ésta es la enseñanza que he podido extraer de una vida de viajes, estudios
y acción. El doctorado honoris causa que me otorgan hoy significa para
mí, ante todo, un estímulo para seguir luchando por esos ideales de libertad y
solidaridad humana.
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