« Nacionalismo y democracia:
el futuro de los sistemas descentralizados »
Notas para una alocución del
honorable Stéphane Dion,
Presidente del Consejo Privado y
Ministro de Asuntos Intergubernamentales de Canadá
Discurso pronunciado en el marco del 25º aniversario de la
Constitución española
Madrid (España)
21 de noviembre de 2003
Verifíquese con la alocución
Es una gran emoción para mí hacer uso de la palabra hoy, por invitación
del Presidente del Senado, el Excelentísimo Señor Don Juan José Lucas Giménez,
con motivo de esta conferencia para celebrar el 25º aniversario de la
Constitución española. Me siento honrado y orgulloso de conmemorar con Ustedes
la ratificación del acto legislativo que, hace un cuarto de siglo, permitió a
España entrar en el mundo, sumamente restringido en aquel entonces, de las
democracias.
La emoción que me embarga hoy se asemeja a la que sentí el 13 de noviembre
de 2002, cuando la Universidad Carlos III de Madrid me confirió un doctorado honoris
causa que, por cierto, recibí precisamente de manos de uno de los «Padres»
de la Constitución española, el Excelentísimo y Magnífico Rector de dicha
universidad, Don Gregorio Peces-Barba Martínez. En aquella ocasión, compartí
con los presentes una convicción que me anima y que quisiera reiterar hoy, a
saber, que uno de los acontecimientos más determinantes del siglo XX fue la
democratización de España.
En efecto, recordemos cuán difícil era la situación de las democracias en
la década de 1970. América Latina, África, Asia, Europa del Este y una parte
de la Europa mediterránea estaban sometidas a regímenes autoritarios o
totalitarios. En países como Francia o Italia, casi una cuarta parte de los
electores ofrecía su voto a partidos abiertamente hostiles a la democracia
pluralista. Estas ideas calaban en los sindicatos y las universidades de todas
las democracias occidentales. La democracia estadounidense, por su parte, estaba
desprestigiada por las secuelas de la guerra de Vietnam y la crisis del caso
Watergate.
Ahora bien, lo que ocurrió en los años siguientes fue todo lo contrario a
una limitación del espacio democrático y la libertad individual. La humanidad
vivió uno de los fenómenos más positivos de su historia: el avance fulgurante
de la democracia en todos los continentes. Y ¿dónde se inició esta revolución
mundial? En Grecia, en Portugal, en España, en otras palabras, en el Mediterráneo,
cuna eterna de la civilización.
Creo desde hace tiempo que uno de los héroes del siglo XX fue su rey, Su
Majestad Juan Carlos I. En lugar de escuchar las voces fatalistas que clamaban
que los pueblos latinos no estaban hechos para la democracia, creyó en el
destino democrático de una España lista para asumir su pluralismo. Y al
hacerlo, fue no sólo el destino de España el que se decidió; podemos
considerar que quizás también el de la humanidad. No resultaría pues
demasiado simplista afirmar que cuando resultó evidente que España no daría
marcha atrás y adoptaría un régimen democrático, los países
latinoamericanos se dijeron: si los españoles pueden lograrlo, nosotros también.
Y fue así como la gran ola democrática sacudió todos los continentes,
contribuyendo incluso a echar abajo el muro de Berlín. No ha habido nada de
ineluctable en este feliz acontecimiento, que no es el resultado tampoco de un
determinismo de la historia. Fue más bien la obra de mujeres y hombres
valientes, a semejanza de su rey. Hoy día, en lugar de dar por asumido este
progreso, debemos seguir esforzándonos para consolidar aún más la democracia
y los valores en los que se fundamenta.
Precisamente me han invitado a reflexionar hoy sobre uno de los grandes desafíos
democráticos de nuestra época. El tema propuesto por el Senado es el siguiente:
Nacionalismo y democracia: el futuro de los sistemas descentralizados. En
otras palabras, la pregunta que me plantean es en qué medida la descentralización
es el medio para hacer cohabitar en armonía a poblaciones diferentes en el seno
de un mismo Estado democrático.
Sin lugar a dudas, se trata de una cuestión pertinente para España y para
Canadá, dos países democráticos que deben hacer frente al pluralismo de las
identidades colectivas. Otros muchos Estados se encuentran también en la misma
situación. Así, aunque la ONU no cuenta más que con doscientos Estados, se
calcula que en todo el mundo hay entre 3 000 y 5 000 grupos de personas, que
afirman tener una identidad colectiva. Dicho de otro modo, la humanidad no tiene
elección: a menos que queramos hacer estallar el planeta en un sinfín de pequeñas
unidades étnicas, tenemos que aprender a vivir juntos en Estados pluralistas.
La creencia según la cual cualquier población con características propias
debe tener su propio Estado es totalmente equivocada. Además de ser
impracticable, es errónea desde el punto de vista moral, puesto que rechaza el
hecho de que la cohabitación de las culturas dentro de un mismo Estado ayuda a
los seres humanos a convertirse en mejores ciudadanos, permitiéndoles vivir la
experiencia de la tolerancia. Dejo en sus manos lo concerniente a España, pero
estoy convencido de que mi país tiene el deber de mostrar al mundo que el
pluralismo de identidades es un elemento positivo para un Estado, y no un
aspecto negativo.
De hecho, me han invitado a hablar de una cuestión que fue precisamente la
que me llevó a aceptar la invitación del Primer Ministro de Canadá, el
Excelentísimo Señor Jean Chrétien, para formar parte de su gabinete en
calidad de ministro de Asuntos Intergubernamentales de Canadá, responsabilidad
que asumo desde hace ocho años. Estoy convencido de que lo que constituye el
principal punto fuerte de Canadá y su auténtica grandeza es su capacidad de
reunir a poblaciones diferentes en torno a objetivos comunes. La idea central
que me llevó a abandonar el mundo universitario para dedicarme a la política
activa es la de las identidades plurales. En mi calidad de quebequés y
canadiense, puedo afirmar que, en la era de globalización en la que vivimos,
cuando se tiene la suerte de contar con distintas identidades, hay que
aceptarlas todas. Cuando podemos apoyarnos en conciudadanos que nos permiten
conocer otros registros culturales, otras experiencias y otros puntos fuertes
diferentes a los nuestros, debemos aceptar su ayuda y ofrecerles la nuestra. La
verdadera alternativa, para mí, no está en elegir entre ser quebequés o
canadiense, elegir entre Quebec o Canadá. La verdadera alternativa es ser
quebequés y canadiense, en lugar de ser quebequés sin Canadá. Las identidades
se suman, nunca se restan.
Pero entonces, ¿cómo lograr que poblaciones con diferentes lenguas,
religiones o culturas vivan en confianza y armonía su pertenencia común a un
mismo Estado democrático? Me han invitado a responder a esta pregunta centrando
mi reflexión en los conceptos de descentralización y nacionalismo. Les voy a
dar mi opinión personal sobre la mejor forma de conciliar esos dos conceptos en
una democracia. Pero también voy a considerar la posibilidad menos halagüeña
de la ruptura: ¿qué debe hacer una democracia si una parte de la población
que la conforma solicita abandonar el Estado para formar el suyo propio?
1. Descentralización
y nacionalismo en una democracia
Lo primero que quisiera decir es que una democracia liberal, tanto por su
Constitución como en la práctica, debe basarse ante todo en los derechos
individuales y no en la pertenencia a identidades colectivas, llámense pueblos,
naciones o de cualquier otro modo. La razón de ello es simple: únicamente las
personas de carne y hueso existen concretamente y sólo ellas son capaces de
albergar sentimientos y disfrutar de la libertad y la felicidad.
La descentralización de los poderes públicos puede contribuir al bienestar
de las personas, ya que les facilita la participación en los asuntos públicos
y les permite experimentar soluciones diferentes en función del contexto. No
obstante, hay que decir que la centralización también reporta ventajas a los
ciudadanos. Un Estado centralizado está bien situado para reunir los medios de
acción y dar prioridad a la igualdad de derechos entre conciudadanos. La búsqueda
del equilibrio óptimo entre la centralización y la descentralización es
objeto de un debate permanente en las democracias, ya se trate de un Estado
federado como Canadá o regionalizado como España.
Dicho esto, es necesario que esta búsqueda de un equilibrio eficaz entre la
centralización y la descentralización tenga en cuenta el hecho de que las
personas viven en sociedad, que mantienen y desarrollan afinidades por el hecho
de compartir rasgos comunes. Algunas de esas afinidades tienen que ver con la
lengua, la cultura o la religión, y se traducen en identidades colectivas. Hay
que tener presentes esas identidades colectivas, no con objeto de negar los
derechos individuales, sino para facilitar a los ciudadanos su realización y
desarrollo plenos.
Por ejemplo, si la población de una determinada región habla una lengua
distinta a la utilizada en el resto del país, o si cuenta con una tradición
jurídica un tanto diferente, los poderes públicos deberán organizarse de tal
forma que respondan a las necesidades particulares de dicha población. El
objetivo no es aislar a esa población del resto del país. Por el contrario, el
objetivo es permitirle alcanzar su pleno desarrollo y contribuir, de esa manera,
a fortalecer todo el país.
Es así como se logra la unidad dentro de la diversidad y como se tienen en
cuenta identidades plurales para consolidar el sentimiento de pertenencia al
conjunto del país. Actuar de otra forma, renunciando a la primacía de los
derechos individuales y disponiendo el país ante todo y sobre todo en función
de representaciones de identidades colectivas tales como las que vendrían
definidas por los poderes públicos, sería un error. Hay que tener en cuenta
las identidades colectivas, que se pueden llamar pueblos, naciones o de otro
modo, pero sin postular una uniformidad artificial entre los individuos que
forman cada una de esas construcciones colectivas. Mi opinión es que no podemos
apoyarnos en la diversidad si negamos su dimensión más esencial, a saber, la
diferencia inalienable que hace de cada individuo, de cada persona, un ser único.
Los nacionalismos pueden ser algo bueno, en la medida en que inspiren a los
ciudadanos a ayudarse mutuamente dentro de un grupo humano, en un espíritu de
apertura a los otros grupos. No obstante, se convierten en una fuerza dañina y
potencialmente peligrosa cuando se transforman en nuestra única referencia como
principio de organización política y social, cuando ofrecen la única óptica
ideológica desde la que se percibe la vida en sociedad. Se asemejan entonces a
los fundamentalismos religiosos que, al igual que esos nacionalismos
exacerbados, constituyen la mayor amenaza a la democracia y la seguridad
internacional. El valor supremo debe seguir siendo el individuo mismo y no su
pertenencia a una identidad colectiva.
Permítanme que ilustre lo que trato de decirles tomando como ejemplo las
relaciones entre Quebec y Canadá. Quebec es la única provincia canadiense que
cuenta con una población mayoritariamente francófona. El hecho de tener por
vecino a Estados Unidos dota al inglés de una enorme fuerza de asimilación. En
esas condiciones, resulta fácil concebir que el Quebec francófono sea siempre
nacionalista. Desde este punto de vista, no me importa mucho que se defina a los
quebequeses como un pueblo distinto, o como una nación dentro de Canadá, o
como una sociedad única en su género, o como una “nacionalidad”, para
retomar uno de los términos utilizados en la Constitución española. Para mí,
lo importante es que los siete millones de personas que viven en Quebec
encuentren en su país, Canadá, un apoyo para responder a sus necesidades específicas.
Y quiero que los quebequeses, a cambio, con su identidad específica, su propia
cultura y su amor por Quebec, tengan todas las posibilidades de ayudar
plenamente al resto de los canadienses.
Pasemos revista a las principales medidas adoptadas por Canadá para
responder a las necesidades particulares de los quebequeses. El francés es,
junto con el inglés, una de las dos lenguas oficiales de Canadá. El Parlamento
federal debe funcionar tanto en francés como en inglés. El gobierno federal
debe ofrecer servicios en francés en todos los lugares en los que la presencia
de un número suficiente de francófonos lo justifique, lo cual incluye la
totalidad de Quebec. El gobierno federal realiza esfuerzos particulares para
promover la cultura en lengua francesa en Canadá, hasta tal punto que invierte
más en ese sector en Quebec que el gobierno provincial y todos los municipios
combinados. El gobierno de Quebec, por su parte, ha establecido su propia política
lingüística. La Ley constitucional de 1982 prevé para el gobierno de
Quebec el derecho constitucional de limitar el acceso a las escuelas de lengua
inglesa el tiempo que considere conveniente, a fin de proteger mejor la lengua
francesa en el contexto norteamericano. Las provincias de Quebec y Nuevo
Brunswick tienen el estatuto de gobierno participante en la Organización
Internacional de la Francofonía, lo que no ocurre con las otras provincias
canadienses.
La tradición jurídica de Quebec es diferente de la del resto del país:
Quebec utiliza el derecho civil codificado, mientras que en las demás
provincias canadienses prevalece el derecho consuetudinario o “common law”.
Esta especificidad jurídica quebequesa está reconocida en la Constitución
canadiense. De hecho, ésta es precisamente la razón por la que tres de los
nueve jueces del Tribunal Supremo de Canadá son civilistas de Quebec.
Quebec cuenta con una gran autonomía en su calidad de provincia canadiense,
dado que Canadá es, si se considera la fuerza de su segundo orden de gobierno,
una federación descentralizada. En comparación con la constitución de otras
federaciones, la de Canadá reconoce pocas competencias compartidas y nuestras
provincias tienen importantes competencias legislativas propias. Con el tiempo,
las provincias también han incrementado sus en comparación con los del
gobierno federal. Por otra parte, las transferencias de fondos del gobierno
federal a las provincias están sujetas a pocas condiciones.
Además, Quebec ha hecho más uso que las otras provincias de las
posibilidades que ofrece la Constitución canadiense o los acuerdos
federales/provinciales en lo que a la autonomía provincial se refiere. Así, en
materia de impuestos sobre la renta de las personas físicas, mientras que todas
las demás provincias canadienses han concluido acuerdos de recaudación fiscal
con el gobierno federal, Quebec es la única que cuenta con un régimen
diferente. En lo que a las pensiones se refiere, Quebec tiene también su propio
régimen, mientras que las demás provincias han preferido adherirse al régimen
federal de pensiones. Quebec y Ontario cuentan con sus propias fuerzas
policiales, mientras que las otras provincias han contratado a la Real Policía
Montada de Canadá para obtener sus servicios. En Quebec, el sistema de
inmigración es diferente al del resto de las provincias canadienses, puesto que
el gobierno de Quebec concluyó un acuerdo bilateral con el gobierno federal en
este ámbito de competencia compartida. En materia de formación profesional,
Quebec ha optado por un margen total de autonomía, mientras que otras
provincias han preferido una alternativa de cogestión con el gobierno federal.
Esta amplia autonomía de que dispone Quebec no impide en modo alguno a los
quebequeses desempeñar plenamente el papel que les corresponde en las
instituciones comunes de Canadá. Por otra parte, durante los últimos treinta y
cinco años el Primer Ministro de Canadá ha sido casi siempre un quebequés.
¿Necesita Quebec una mayor autonomía dentro de Canadá? Muchos quebequeses
opinan que sí y, sin lugar a dudas, esta cuestión será objeto de un debate
permanente en Canadá, de igual modo que en España siempre se debatirán cuáles
son las modalidades más adecuadas para cada una de sus comunidades autónomas.
Lo único que deseo subrayar aquí es que la forma adecuada de plantear las
cosas consiste en dar siempre prioridad a las necesidades de los ciudadanos,
tanto los que viven en Quebec como los que viven en otras partes de Canadá. Sin
embargo, no es así como razonan algunos nacionalistas quebequeses que anteponen
su idea de la nación a los intereses de los ciudadanos. Afirman que, dado que
Quebec constituye una nación, el gobierno federal debe ceder al gobierno de
Quebec gran parte o la totalidad de sus poderes. Reivindican esas transferencias
de poder sin considerar las consecuencias que tendrían para los ciudadanos
desde el punto de vista de la calidad de los servicios públicos.
Por ejemplo, en el campo de la política sanitaria, el gobierno federal
impone cinco condiciones a su ayuda financiera a las provincias, que se resumen
en el principio siguiente: en Canadá, el acceso a los servicios de salud es
completamente independiente de los recursos económicos del paciente. Ahora
bien, algunos nacionalistas quebequeses exigen que esa transferencia de fondos
federales sea incondicional en el caso de Quebec, no porque se opongan al
principio en cuestión, sino porque consideran que por definición, al
constituir Quebec una nación, su gobierno no tiene por qué respetar normas
nacionales canadienses. Dicho de otro modo, subordinan los derechos de los
pacientes a su idea de la nación. Por mi parte, no veo por qué el hecho de que
los quebequeses tengan una identidad colectiva propia debería significar que
tengan menos garantías de acceso a los servicios de salud que el resto de los
canadienses.
Algunos nacionalistas quieren despojar al gobierno federal de sus poderes no
con vistas a mejorar el servicio público, sino porque desean que Quebec se
separe de Canadá. Quieren apartarse de Canadá y no fortalecerlo. Estoy
convencido de que no es posible apaciguar el separatismo a base de
transferencias de competencias. Lo que los separatistas quieren no es obtener más
competencias poco a poco, sino tener su propio Estado.
En suma, el equilibrio entre la centralización y la descentralización debe
buscarse en función del estricto interés de los ciudadanos, en una lógica de
servicio público. No obstante, este interés debe incluir las distintas
necesidades de los ciudadanos teniendo en cuenta su pertenencia a identidades
colectivas. El enfoque que recomiendo consiste en hacer hincapié en la
necesidad de seguir mejorando constantemente un país del que todos los
ciudadanos puedan sentirse orgullosos, un país democrático y próspero cuyas
poblaciones más diversas puedan desarrollarse plenamente con sus propias
culturas e instituciones, trabajando juntas al mismo tiempo para lograr
objetivos comunes. Ésta es la mejor manera, a mi modo de ver, de conseguir la
unidad dentro de la diversidad.
¿Qué hacer, sin embargo, si a pesar de todos esos esfuerzos, un grupo de la
población expresara claramente su voluntad de separarse? Ésta es la pregunta
que trataré de responder a continuación.
2. Democracia
y secesión
En algunos Estados democráticos existen partidos políticos que, de forma
absolutamente pacífica y por cauces democráticos, propugnan la separación.
Voy a hablar de esas reivindicaciones secesionistas pacíficas, que tienen lugar
en un debate democrático exento de cualquier tipo de coerción. En una sociedad
democrática, cualquier acto terrorista perpetrado para defender una causa política,
cualquiera que sea ésta, reduce a quienes la utilizan o la apoyan a meros
delincuentes comunes, justiciables con todo el peso de la ley. Sin lugar a dudas
no son héroes ni patriotas. La única pregunta que se plantea es la siguiente:
¿cómo debe reaccionar una democracia ante una reivindicación secesionista
totalmente pacífica?
La respuesta que conviene dar a esta pregunta en España debe venir únicamente
de los propios españoles, de igual modo que la unidad canadiense incumbe
estrictamente a los canadienses. Canadá está muy satisfecho con las relaciones
fructíferas y de cordial amistad que mantiene con una España unida en su
diversidad, pero no se inmiscuye ni interviene en los asuntos internos españoles.
La cuestión que se plantea consiste más bien en determinar si existen
principios universales que podrían orientar a las democracias a la hora de
hacer frente a reivindicaciones secesionistas pacíficas.
Su país se considera indivisible, carácter éste que aparece recogido en el
artículo 2 de la Constitución española: «La Constitución se fundamenta
en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de
todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las
nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Por
otra parte, otras democracias bien establecidas también se declaran
indivisibles en su Constitución, explícita o implícitamente. Citemos por
ejemplo los casos de Francia, Estados Unidos, Italia, Australia y otras muchas
democracias que afirman constituir entidades indisolubles.
El principio en el que se fundamenta esta indivisibilidad es fácil de
comprender. Es el mismo que evoca el artículo 2 de su Constitución: la
solidaridad, la que sirve de vínculo entre todos los ciudadanos y todas las
regiones de un país. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que los
ciudadanos de una democracia están vinculados por un principio de solidaridad o
de lealtad mutua. Todos ellos deben prestarse asistencia al margen de cualquier
consideración de raza, religión o pertenencia a un determinado territorio. Por
ello, todos los ciudadanos son, en cierto sentido, propietarios de todo el país,
con su potencial de riquezas y de solidaridad humana. Ningún grupo de
ciudadanos puede tomar la iniciativa de monopolizar la ciudadanía en una parte
del territorio nacional, ni despojar a sus conciudadanos, contra su voluntad, de
su derecho de pertenecer plenamente al conjunto del país. Todos los ciudadanos
deberían estar en condiciones de transmitir a sus hijos este derecho de
pertenencia. En términos abstractos, ese derecho nunca debería ser cuestionado
en una democracia. Ésta es sin duda la razón por la que tantas democracias se
consideran indivisibles.
Puesto que la lealtad establece un vínculo entre todos los ciudadanos por
encima de sus diferencias, ningún grupo de ciudadanos en un Estado democrático
puede apropiarse del derecho a la secesión bajo el pretexto de que sus
atributos particulares, como la lengua, la cultura o la religión, le permiten
optar al título de nación o de pueblo distinto dentro del Estado. Tal como
determinó el Tribunal Supremo de Canadá con respecto a Quebec en su Dictamen
sobre la Remisión relativa a la secesión de Quebec del 20 de agosto de
1998: «Sea cual sea la definición justa de pueblo(s) que debe aplicarse en
el contexto presente, el derecho a la autodeterminación no puede, en las
circunstancias actuales [las de un Estado democrático], constituir el
fundamento de un derecho de secesión unilateral».1
No obstante, tampoco podemos descartar la posibilidad de que en un Estado
democrático se produzcan circunstancias que hagan de la negociación de una
secesión la menos mala de las soluciones posibles. Este podría ser el caso si
una parte de la población manifestara claramente, de forma pacífica pero
decidida, su voluntad de separarse del país. En efecto, hay medios que un un
Estado democrático no debería emplear para retener contra su voluntad,
claramente expresada, a una población concentrada en una parte de su
territorio.
En otras palabras, la secesión no es un derecho en una democracia, aunque
sigue siendo una posibilidad que el Estado existente podría aceptar ante una
voluntad de separación claramente manifestada.
Ésta es la posición adoptada por el Tribunal Supremo de Canadá en su
dictamen del 20 de agosto de 1998. Confirma que el gobierno de Quebec no tiene
derecho a separarse de forma unilateral. No tiene derecho a proclamarse,
unilateralmente, gobierno de un Estado independiente. No tiene ese derecho, ni
en virtud del derecho canadiense ni al amparo del Derecho internacional.2
Como Vds. bien conocen, en el Derecho internacional, el derecho a la autodeterminación de los
pueblos no puede constituir el fundamento de un derecho a la autodeterminación
externa, esto es, a una secesión impuesta unilateralmente, salvo en las
situaciones coloniales, de ocupación militar o de violación grave de los
derechos humanos. Aparte de esos casos extremos, el derecho a la autodeterminación
se aplica en los límites que permite la integridad territorial de los Estados.3
Nuestro Tribunal Supremo confirma que para que una secesión sea legal en
Canadá, requeriría una modificación de la Constitución canadiense. Esta
modificación exigiría la negociación de una «multitud de cuestiones
sumamente difíciles y complejas», entre otras, posiblemente, la de las
fronteras territoriales.4 La obligación de
entablar esta negociación sobre la secesión sólo existiría si hubiera un
apoyo claro a la secesión, expresado por una mayoría clara y en respuesta a
una pregunta formulada con claridad. Solamente la existencia de un apoyo claro
dotaría a la reivindicación secesionista de la suficiente legitimidad democrática
para justificar la obligación de negociar la secesión. Sin embargo, y aún en
ese caso, el gobierno de Quebec seguiría sin tener derecho a emprender la
secesión de forma unilateral, incluso en el supuesto de que las negociaciones
fracasaran desde su punto de vista. «En virtud de la Constitución, la
secesión exige la negociación de una modificación».5
El Parlamento de Canadá aprobó, el 29 de junio de 2000, la Ley por la
que se aplica la exigencia de claridad formulada por el Tribunal Supremo de
Canadá en su dictamen sobre la Remisión relativa a la secesión de Quebec.
Esta ley, conocida más comúnmente en Canadá como «Ley sobre la claridad»,
que tuve el honor de apoyar en el Parlamento canadiense, ha convertido a Canadá
en el primer gran Estado democrático que admite su divisibilidad mediante un
texto legislativo. La ley precisa las circunstancias en las que el gobierno de
Canadá podría entablar una negociación sobre la secesión de una de sus
provincias. Prohíbe al gobierno de Canadá entablar una negociación sobre la
secesión de una provincia a menos que la Cámara de los Comunes haya comprobado
que la pregunta del referéndum aborda claramente la cuestión de la secesión y
que una mayoría clara se haya pronunciado a favor de la misma.
El gobierno de Canadá afirma que no podría participar en un proceso de
escisión del país y abdicar de sus propias responsabilidades constitucionales
para con los quebequeses u otro grupo de población de cualquier provincia
canadiense, sin tener la seguridad de que es eso lo que desean realmente. De
hecho, ningún Estado democrático podría dejar de cumplir sus
responsabilidades con una parte de su población si no hubiera un apoyo claro a
la secesión.
Así, el gobierno de Canadá sólo aceptaría entablar una negociación sobre
la secesión en caso de que la población de una provincia manifestara
claramente su voluntad de separarse de Canadá. Esta voluntad clara de secesión
tendría que expresarse mediante una mayoría clara que responda afirmativamente
a una pregunta que aborde claramente la cuestión de la secesión y no un
proyecto vago de asociación política. El hecho de descartar la posibilidad de
entablar una negociación sobre la secesión a menos que ésta cuente con el
apoyo de una mayoría clara, y no incierta y frágil, pone de relieve que la
secesión se considera como un acto grave y probablemente irreversible, que
afecta a las generaciones futuras y que tiene consecuencias muy importantes para
todos los ciudadanos del país que, de ese modo, quedaría escindido. Por eso,
la pregunta formulada en el referéndum también debe ser clara, ya que es
evidente que sólo una pregunta que aborde verdaderamente la secesión permitiría
saber si los ciudadanos la desean realmente.
La negociación sobre la secesión debería llevarse a cabo en el marco
constitucional canadiense y debería estar impulsada por la búsqueda real de la
justicia para todos. Por ejemplo, en el caso de que poblaciones concentradas
territorialmente en Quebec solicitaran claramente seguir formando parte de Canadá,
debería preverse la divisibilidad del territorio quebequés con el mismo espíritu
de apertura que llevó a aceptar la divisibilidad del territorio canadiense.
La Ley sobre la claridad precisa también los elementos que deberán figurar
necesariamente en la agenda de la negociación: «Ningún ministro puede
proponer una modificación de la Constitución acerca de la secesión de una
provincia de Canadá a menos que el gobierno de Canadá haya tratado, en el
marco de las negociaciones, las condiciones de secesión aplicables en las
circunstancias, en particular, la repartición del activo y el pasivo, las
modificaciones de las fronteras de la provincia, los derechos, intereses y
reivindicaciones territoriales de los pueblos aborígenes de Canadá y la
protección de los derechos de las minorías».6
Ésta es la forma canadiense de concebir la secesión en una democracia. Su
premisa fundamental es que una secesión no puede llevarse a cabo de forma
unilateral en una democracia. A menudo implica necesariamente una negociación
constitucional. Un Estado democrático sólo podría entablar esa negociación
si la secesión contara con un claro apoyo. Un Estado democrático sólo podría
autorizar la secesión después de que hubiera concluido debidamente dicha
negociación, en el respeto del derecho establecido y de la justicia para todos.
Conclusión
Lo que he querido expresar hoy es que es necesario buscar el equilibrio entre
la centralización y la descentralización teniendo en cuenta el interés de los
ciudadanos. He añadido que los ciudadanos son seres sociales con vínculos
colectivos que hay que tener presentes. El nacionalismo concebido de este modo
puede ser una fuerza positiva que impulsa a los conciudadanos a ayudarse
mutuamente dentro de su país, respetando sus identidades plurales y su
identidad común.
He analizado también la forma en que pueden tratarse en una democracia las
reivindicaciones secesionistas pacíficas. Soy consciente, en este sentido, de
que tanto el dictamen del Tribunal Supremo de Canadá sobre la secesión de
Quebec como la Ley sobre la claridad por la que se aplica dicho dictamen son
conocidos en España y que se hace referencia a ellos en su propio debate
nacional. Por otra parte, se han convertido en documentos de referencia también
en otras democracias.
Todo lo que puedo decirles es que, en el caso de Canadá, este ejercicio de
clarificación ha tenido un efecto beneficioso para la unidad nacional.
Precisamente, si hay una conclusión que puede extraerse de manera rotunda,
encuesta tras encuesta, es que en respuesta a una pregunta clara, los
quebequeses eligen un Canadá unido. La gran mayoría de los quebequeses desean
seguir siendo canadienses y no quieren romper los vínculos de lealtad que los
unen a sus conciudadanos de las otras regiones de Canadá. No desean que se les
obligue a escoger entre su identidad quebequesa y su identidad canadiense.
Rechazan las definiciones exclusivas de los términos «pueblo» o «nación»,
y desean pertenecer al mismo tiempo al pueblo quebequés y al pueblo canadiense,
en este mundo global en el que el cúmulo de identidades constituirá más que
nunca una ventaja para abrirse a los demás.
Fue José Carreras quien afirmó: “Cuanto más
catalán me dejan ser, más español me siento”. Pues bien, cuanto más
quebequeses somos, más canadienses nos sentimos.
- Dictamen del Tribunal Supremo de Canadá acerca de la Remisión relativa a la secesiónde
Quebec, [1998] 2 R.C.S. 217, pár.125.
- Ibid., pár. 155.
- Antonio Cassese, Self-determination of peoples: a legal reappraisal,
Cambridge,Cambridge University Press, 1995; James Crawford, La pratique
des États et le droitinternational relativement à la sécession unilatérale, informe
de experto presentado al TribunalSupremo de Canadá, 19 de febrero de 1997;
ver también: Dictamen del Tribunal Supremo deCanadá acerca de la Remisión
relativa a la secesión de Quebec, [1998] 2 R.C.S. 217, pár.113a 139.
- Dictamen del Tribunal Supremo de Canadá acerca de la Remisión relativa a la secesiónde
Quebec, op. cit., pár. 96.
- Ibid., pár. 97.
- Ley sobre la claridad, Ley por la que se aplica la exigencia de claridad
formulada por elTribunal Supremo de Canadá en su dictamen sobre la Remisión
relativa a la secesión de Quebec,aprobada el 29 de junio de 2000, cap. 26,
pár. 3 (2).
|