Notas para una alocución del
honorable Stéphane Dion,
Presidente del Consejo Privado y
Ministro de Asuntos Intergubernamentales de Canadá
Alocución pronunciada ante los miembros
de la Fundación para la Libertad
Bilbao (España)
25 de noviembre de 2003
Verifíquese con la alocución
Quiero expresar mi agradecimiento a la Fundación para la Libertad por haberme invitado a compartir hoy con Ustedes algunos puntos de vista acerca de la experiencia canadiense con relación a la unidad de los estados democráticos. Antes de empezar, sin embargo, quiero expresar mi solidaridad, y la de todos los canadienses, con todos los presentes aquí que se oponen a cualquier forma de violencia con fines políticos, con todos los que han sido víctimas de la violencia o cuyos seres queridos han sufrido tal brutalidad. Debemos luchar enérgicamente contra el terrorismo y la barbarie política, y trabajar para eliminarlos. Canadá condena esos actos terroristas que tanto daño les provocan. Sus perpetradores son delincuentes comunes, justiciables con todo el peso de la ley. Nosotros, los canadienses, que damos por asumido el derecho fundamental de expresar nuestras opiniones políticas sin temer por nuestra vida, rendimos homenaje a su valor y su determinación para construir una sociedad pacífica en esta parte de España y de Europa.
A Canadá le entristece la violencia política que azota su país tanto más cuanto que siente un gran afecto por España y, en particular, por el País Vasco. Al fin y al cabo, nuestra historia nos acerca. Muchos de sus intrépidos antepasados se establecieron en Canadá después de pescar bacalao en nuestras costas. Topónimos de nuestro país como la Isla de los Vascos y el Puerto de los Vascos recuerdan a los canadienses este patrimonio. El futuro se presenta altamente prometedor en cuanto a un estrechamiento aún mayor de la cooperación entre Canadá y su innovadora región, tanto en el ámbito cultural y científico como en el económico. Son muchas las compañías canadienses que tienen negocios aquí y que aprecian realmente el dinamismo de las empresas vascas. No podemos sino soñar con lo que su región podría lograr, para sí misma, para España y para el mundo entero, si fuera liberada de esta atroz violencia política que tan injustamente les azota.
Los nacionalismos pueden ser algo bueno, en la medida en que inspiren una mayor solidaridad dentro de un grupo humano, en un espíritu de apertura a los otros grupos. No obstante, se convierten en una fuerza dañina y potencialmente peligrosa cuando se transforman en nuestra única referencia como principio de organización política y social, cuando ofrecen la única óptica ideológica desde la que se percibe la vida en sociedad. Se asemejan entonces a los fundamentalismos religiosos que, al igual que esos nacionalismos exacerbados, constituyen la mayor amenaza a la democracia y la seguridad internacional.
No obstante, hoy no me propongo hablar de los nacionalismos violentos, sino más bien del nacionalismo pacífico. Más concretamente, voy a abordar exclusivamente las reivindicaciones secesionistas pacíficas que tienen lugar, sin reservas de ningún tipo, dentro de un debate democrático exento de cualquier clase de coerción. En algunos Estados democráticos existen partidos políticos que, de forma absolutamente pacífica y por cauces democráticos, propugnan la separación. La única pregunta que se plantea es la siguiente: ¿cómo debe reaccionar una democracia ante una reivindicación secesionista totalmente pacífica?
La respuesta que conviene dar a esta pregunta en España debe venir únicamente de los propios españoles, de igual modo que la unidad canadiense incumbe estrictamente a los canadienses. Canadá está muy satisfecho con las fructíferas relaciones y la cordial amistad que mantiene con una España unida en su diversidad, pero no se inmiscuye ni interfiere en los asuntos internos españoles. La cuestión que se plantea consiste más bien en determinar si existen principios universales que podrían orientar a las democracias a la hora de hacer frente a reivindicaciones secesionistas pacíficas.
Es una pregunta para la cual debemos encontrar una respuesta, independientemente de que deseemos la secesión o no. Por mi parte, yo no la deseo. Quiero que Quebec siga formando parte de Canadá y quisiera explicarles el porqué. A continuación, les diré en qué circunstancias de legalidad y claridad consideraría aceptable, aunque no por ello deseable, la secesión de Quebec de Canadá. Les indicaré de qué modo esas exigencias de claridad fueron precisadas en 1998 en un dictamen del Tribunal Supremo de Canadá, dictamen que es aplicado mediante una ley adoptada en el año 2000 por el Parlamento de Canadá. Concluiré afirmando mi convicción de que los quebequeses querrán seguir siendo siempre canadienses.
1. Las identidades plurales
Fue precisamente para ayudar a mi país a mantenerse unido por lo que acepté la invitación del Primer Ministro de Canadá, El Excelentísimo Jean Chrétien, de formar parte de su gabinete en calidad de Ministro de Asuntos Intergubernamentales, responsabilidad que asumo desde hace ocho años. Soy quebequés y canadiense, y no quiero tener que escoger nunca entre esas dos bellas identidades.
Estoy convencido de que lo que constituye el principal punto fuerte de Canadá y su auténtica grandeza es su capacidad de reunir a poblaciones diferentes en torno a objetivos comunes. La idea central que me movió a abandonar el mundo universitario para dedicarme a la política activa es la de las identidades plurales. En mi calidad de quebequés y canadiense, puedo afirmar que, en la era de globalización en la que vivimos, cuando se tiene la suerte de contar con distintas identidades, hay que aceptarlas todas. Cuando podemos apoyarnos en conciudadanos que nos permiten conocer otros registros culturales, otras experiencias y otros puntos fuertes diferentes a los nuestros, debemos aceptar su ayuda y ofrecerles la nuestra. La verdadera alternativa, para mí, no está en elegir entre ser quebequés o canadiense, elegir entre Quebec o Canadá. La verdadera alternativa es ser quebequés y canadiense, en lugar de ser quebequés sin Canadá. Las identidades se suman, nunca se restan.
Sé que la mayoría de los quebequeses piensan como yo. Pero también los hay que opinan de forma diferente. Hay quienes quieren ser quebequeses sin ser canadienses. Desean que Quebec se separe de Canadá y se convierta en un Estado independiente. Quiero dialogar con esos conciudadanos con los que no estoy de acuerdo, ya que creo que están profundamente equivocados. Deseo convencerlos de que no renuncien a la dimensión canadiense que forma parte de ellos mismos y que les pertenece plenamente. No obstante, como buen demócrata, los respeto y no los considero mis enemigos. Creo que la secesión de Quebec de Canadá sería un error terrible, pero estaría dispuesto a aceptarla en la medida en que se llevara a cabo de conformidad con la democracia y las normas del Estado de derecho. Tal como afirmó un Fiscal General de Canadá: “Las principales personalidades políticas de todas nuestras provincias y el público canadiense han coincidido hace tiempo en que el país no permanecerá unido si se enfrenta a la voluntad claramente expresada de los quebequeses”.1
La cuestión consiste pues en determinar si es posible realizar una secesión que respete la democracia y el Estado de derecho, y, en caso afirmativo, de qué modo. En este sentido, puede resultar útil que, en mi calidad de Ministro de Asuntos Intergubernamentales de Canadá, cargo que incluye responsabilidades relativas a la unidad canadiense, les informe de las últimas novedades que han tenido lugar en mi país.
Como probablemente sabrán, el 20 de agosto de 1998, el Tribunal Supremo de Canadá emitió un dictamen sobre la Remisión relativa a la secesión de Quebec. El 29 de junio de 2000, el Parlamento de Canadá adoptó la Ley por la que se aplica la exigencia de claridad formulada por el Tribunal Supremo de Canadá en su dictamen sobre la Remisión relativa a la secesión de Quebec. Sé que estos dos textos legales son conocidos en España y que se hace referencia a ellos en su proprio debate nacional.
Por ejemplo, en la propuesta presentada por el Lehendakari del País Vasco Juan José Ibarrexte en el debate de política general el pasado 26 de septiembre, he leído la siguiente referencia al dictamen emitido por el Tribunal Supremo de Canadá: «De conformidad con la sentencia del Tribunal Supremo de Canadá, que interpreta el derecho internacional vigente, se incorpora el compromiso de no ejercer unilateralmente el derecho de autodeterminación y el reconocimiento explícito de la obligación de abrir un proceso de negociación y pacto con el Estado».2
Para empezar, tengo que precisar, con todos mis respetos, que el Tribunal Supremo de Canadá no tuvo en ningún momento la intención de emitir un dictamen que tuviera fuerza de ley fuera de Canadá. La validez jurídica de su dictamen se limita exclusivamente a Canadá. Sin embargo, dado que, por razones perfectamente comprensibles, es objeto de debate en España, al igual que en otras democracias, permítanme que les exponga la lógica y los fundamentos éticos de este dictamen del Tribunal Supremo de Canadá y de la Ley sobre la claridad por la que se aplica.
2. El dictamen del Tribunal Supremo de Canadá sobre la secesión de Quebec
Su país se considera indivisible, carácter éste que aparece recogido en el artículo 2 de la Constitución española: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Por otra parte, otras democracias bien establecidas también se declaran indivisibles en su Constitución, explícita o implícitamente. Citemos, por ejemplo, los casos de Francia, Estados Unidos, Italia, Australia y otras muchas democracias que afirman constituir entidades indisolubles.
El principio en el que se fundamenta esta indivisibilidad es fácil de comprender. Es el mismo que evoca el artículo 2 de su Constitución: la solidaridad, la que sirve de vínculo entre todos los ciudadanos y todas las regiones de un país. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que los ciudadanos de una democracia están vinculados por un principio de solidaridad o de lealtad mutua. Todos ellos deben prestarse asistencia al margen de cualquier consideración de raza, religión o pertenencia a un determinado territorio. Por ello, todos los ciudadanos son, en cierto sentido, propietarios de todo el país, con su potencial de riquezas y de solidaridad humana. Ningún grupo de ciudadanos puede tomar la iniciativa de monopolizar la ciudadanía en una parte del territorio nacional, ni despojar a sus conciudadanos, contra su voluntad, de su derecho de pertenecer plenamente al conjunto del país. Todos los ciudadanos deberían estar en condiciones de transmitir a sus hijos este derecho de pertenencia. En términos abstractos, ese derecho nunca debería ser cuestionado en una democracia. Ésta es sin duda la razón por la que tantas democracias se consideran indivisibles.
Puesto que la lealtad establece un vínculo entre todos los ciudadanos por encima de sus diferencias, ningún grupo de ciudadanos en un Estado democrático puede apropiarse del derecho a la secesión bajo el pretexto de que sus atributos particulares, como la lengua, la cultura o la religión, les permiten ser considerados como una nación o un pueblo diferenciado dentro del Estado. Tal como determinó el Tribunal Supremo de Canadá con respecto a Quebec en su dictamen sobre la Remisión relativa a la secesión de Quebec del 20 de agosto de 1998: «Sea cual sea la definición justa de pueblo(s) que debe aplicarse en el contexto presente, el derecho a la autodeterminación no puede, en las circunstancias actuales [las de un Estado democrático], constituir el fundamento de un derecho de secesión unilateral».3
No obstante, tampoco podemos descartar la posibilidad de que en un Estado democrático se produzcan circunstancias que hagan de la negociación de una secesión la menos mala de las soluciones posibles. Este podría ser el caso si una parte de la población manifestara claramente, de forma pacífica y decidida, su voluntad de separarse del país. En efecto, hay medios que un Estado democrático no debería emplear para retener contra su voluntad, claramente expresada, a una población concentrada en una parte de su territorio.
En otras palabras, la secesión no es un derecho en una democracia, aunque sigue siendo una posibilidad que el Estado existente podría aceptar ante una voluntad de separación claramente manifestada.
Ésta es la posición adoptada por el Tribunal Supremo de Canadá en su dictamen del 20 de agosto de 1998. Confirma que el gobierno de Quebec no tiene derecho a separarse de forma unilateral. No tiene derecho a proclamarse, unilateralmente, como gobierno de un Estado independiente. No tiene ese derecho, ni en virtud del Derecho canadiense ni al amparo del Derecho internacional.4 Como ustedes bien conocen, en el Derecho internacional, el derecho a la autodeterminación de los pueblos no puede constituir el fundamento de un derecho a la autodeterminación externa, esto es, a una secesión impuesta unilateralmente, salvo en las situaciones coloniales, de ocupación militar o de violación grave de los derechos humanos. Aparte de esos casos extremos, el derecho a la autodeterminación se aplica dentro de los límites que permite la integridad territorial de los Estados.5
Nuestro Tribunal Supremo confirma que para que una secesión sea legal en Canadá, requeriría una modificación de la Constitución canadiense. Esta modificación exigiría la negociación de una «multitud de cuestiones sumamente difíciles y complejas», entre otras, posiblemente, la de las fronteras territoriales.6
La obligación de entablar esta negociación sobre la secesión sólo existiría si hubiera un apoyo claro a la secesión, expresado por una mayoría clara y en respuesta a una pregunta formulada con claridad. Solamente la existencia de un apoyo claro por parte de la población dotaría a la reivindicación secesionista de la suficiente legitimidad democrática para justificar la obligación de una negociación sobre la secesión. Sin embargo, y aún en ese caso, el gobierno de Quebec seguiría sin tener derecho a emprender la secesión de forma unilateral, incluso en el supuesto de que las negociaciones fracasaran desde su punto de vista. «En virtud de la Constitución, la secesión exige la negociación de una modificación».7
3. La Ley sobre la claridad
El Parlamento de Canadá aprobó, el 29 de junio de 2000, la Ley por la que se aplica la exigencia de claridad formulada por el Tribunal Supremo de Canadá en su dictamen sobre la Remisión relativa a la secesión de Quebec. Esta ley, conocida más comúnmente en Canadá como «Ley sobre la claridad», que tuve el honor de apoyar en el Parlamento canadiense, ha convertido a Canadá en el primer gran Estado democrático que admite su divisibilidad mediante un texto legislativo. La ley precisa las circunstancias en las que el gobierno de Canadá podría entablar una negociación sobre la secesión de una de las provincias. Prohíbe al gobierno de Canadá entablar este tipo de negociación, a menos que la Cámara de los Comunes haya comprobado que la pregunta del referéndum aborda claramente la cuestión de la secesión y que una mayoría clara se haya pronunciado a favor de la misma.
El gobierno de Canadá afirma que no podría participar en un proceso de escisión del país y abdicar de sus propias responsabilidades constitucionales para con los quebequeses, u otro grupo de población de cualquier provincia canadiense, sin tener la seguridad de que eso es lo que desean realmente. De hecho, ningún Estado democrático podría dejar de cumplir sus responsabilidades con una parte de su población si no hubiera un apoyo claro a la secesión.
Así, el gobierno de Canadá sólo aceptaría entablar una negociación sobre la secesión en caso de que la población de una provincia manifestara claramente su voluntad de separarse de Canadá. Esta voluntad clara de secesión tendría que expresarse mediante una mayoría clara que responda afirmativamente a una pregunta que aborde claramente la cuestión de la secesión y no un proyecto vago de asociación política. El hecho de descartar la posibilidad de entablar una negociación sobre la secesión a menos que ésta cuente con el apoyo de una mayoría clara, y no incierta y frágil, pone de manifiesto que la secesión se considera un acto grave y probablemente irreversible, que afecta a las generaciones futuras y que tiene consecuencias muy importantes para todos los ciudadanos del país que, de ese modo, quedaría escindido. La pregunta formulada en el referéndum también debe ser clara, ya que es evidente que sólo una pregunta que aborde verdaderamente la secesión permitiría saber si los ciudadanos la desean realmente.
La negociación sobre la secesión debería llevarse a cabo en el marco constitucional canadiense y debería estar impulsada por la búsqueda real de la justicia para todos. Por ejemplo, en el caso de que poblaciones concentradas territorialmente en Quebec solicitaran claramente seguir formando parte de Canadá, debería preverse la divisibilidad del territorio quebequés con el mismo espíritu de apertura que llevó a aceptar la divisibilidad del territorio canadiense.
La Ley sobre la claridad precisa también los elementos que deberán figurar necesariamente en la agenda de la negociación: «Ningún ministro puede proponer una modificación de la Constitución acerca de la secesión de una provincia de Canadá a menos que el gobierno de Canadá haya tratado, en el marco de las negociaciones, las condiciones de secesión aplicables en las circunstancias, en particular, la repartición del activo y el pasivo, las modificaciones de las fronteras de la provincia, los derechos, intereses y reivindicaciones territoriales de los pueblos aborígenes de Canadá y la protección de los derechos de las minorías».8
Conclusión
Ésta es la forma canadiense de concebir la secesión en una democracia. Su premisa fundamental es que una secesión no puede realizarse de forma unilateral en una democracia. Una secesión implica necesariamente una negociación constitucional. Un Estado democrático sólo podría emprender esa negociación si la secesión contara con un claro apoyo. Un Estado democrático sólo podría autorizar la secesión después de que hubiera concluido debidamente dicha negociación, en el respeto del derecho establecido y de la justicia para todos.
Todo lo que puedo decirles es que, en el caso de Canadá, este ejercicio de clarificación ha tenido un efecto beneficioso para la unidad nacional. Precisamente, si hay una conclusión que puede extraerse, de manera rotunda, encuesta tras encuesta, es que en respuesta a una pregunta clara, los quebequeses eligen un Canadá unido. La gran mayoría de los quebequeses desean seguir siendo canadienses y no quieren romper los vínculos de lealtad que los unen a sus conciudadanos de las otras regiones de Canadá. No desean que se les obligue a escoger entre su identidad quebequesa y su identidad canadiense. Rechazan las definiciones exclusivas de los términos «pueblo» o «nación», y desean pertenecer al mismo tiempo al pueblo quebequés y al pueblo canadiense, en este mundo global en el que el cúmulo de identidades constituirá más que nunca una ventaja para abrirse a los demás.
Fue José Carreras quien afirmó: «Cuanto más catalán me dejan ser, más español me siento».9 Pues bien, cuanto más quebequeses somos, más canadienses nos sentimos.